martes, 6 de marzo de 2018

La Belleza que salva.


Pastoral


La Belleza que salva: imágenes de la Pasión de Cristo 

en los mosaicos de Marko Iván Rupnik

Cuando llega Semana Santa se multiplican las representaciones de la Pasión de Cristo, si bien muchas veces pasan desapercibidos sus significados más profundos, las fuentes literarias que las inspiran, su unidad con la liturgia o las tradiciones de las que se hacen eco. Desde el siglo IV, y hasta la actualidad, con mayor o menor detallismo, los episodios de la Pasión se revelan en pinturas, relieves, marfiles, miniaturas y mosaicos para mostrar la muerte y resurrección de Cristo. En la revitalización del arte sacro actual, Marko Iván Rupnik, representa las escenas de la Pasión de Cristo como cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento y como parte esencial de la historia de la salvación que culmina en la Pascua.
 Antes de introducirnos en las representaciones concretas de la Pasión es preciso conocer quién es Marko Iván Rupnik, pues sólo desde la unidad entre su vida y sus manifestaciones artísticas podemos llegar a comprender plenamente el significado último de sus mosaicos y convertirlos en instrumentos para una mejor contemplación de Cristo en sus padecimientos. De hecho, la unidad entre el arte y la humanidad de este artista florece incluso en aspectos técnicos, como su gusto por los materiales, que él explica desde las vivencias de su niñez, cuando acompañaba a su padre a trabajar en el campo. Es el propio autor quien explica el contenido de las obras trabajadas en su taller, por lo que Rupnik es fuente principal interpretar estas escenas de la Pasión.

¿Quién es Marko Iván Rupnik?
 En su presentación nos vamos a ceñir principalmente a lo que atañe a su labor artística, dejando a un margen sus grandes aportaciones como teológo y su docencia universitaria en la Pontificia Gregoriana de Roma. Marko Iván Rupnik es un sacerdote jesuita, de origen esloveno (Zadlog, Eslovenia, 1954), que comenzó su andadura artística en el noviciado de la Compañía de Jesús (ingresa en 1973), donde pidió permiso a sus superiores para comprar una caja de pinturas con la que poder expresar la intensidad de su vida interior. Esta necesidad de plasmar y compartir sus inquietudes se concretó en sus primeras pinturas, realizadas a la par que progresaba en sus estudios de filosofía, teología e historia arte, realidades inseparables en la persona de Rupnik, como se muestra en su Tesis de licenciatura, presentada en la Pontificia Gregoriana de Roma, con el título Vassili Kandinsky como acercamiento a una lectura del significado teológico del arte moderno a la luz de la teología rusa. De Kandinsky, más allá de su libertad formal, le atrae su invitación a captar lo espiritual en las cosas materiales y abstractas, idea recogida en el escrito Lo espiritual en el arte.
La formación de Rupnik en la Academia de Bellas Artes de Roma despertó su admiración por aquellos maestros que, desde el lenguaje de la modernidad, expresaban las inquietudes y preguntas últimas del hombre. Especialmente la autonomía del color de Van Gogh, la explosión colorista de Matisse y la libertad formal de Kandinsky se convirtieron en referencias para la configuración de su propio lenguaje personal, un lenguaje personal basado en la exaltación de color y materia. El hecho de que desde sus inicios el propio Rupnik se definiera como artista del color, le acercó a la obra de Henry Matisse, máximo representante del fauvismo, quien en su reflexión sobre la capacidad expresiva de la pintura afirmó que “el objetivo de la pintura no es representar un acontecimiento de la historia; éstos están en los libros. Tenemos una noción más elevada de la pintura. Sirve para que el artista exprese sus visiones interiores.”. Además, su búsqueda del significado de la vida a través del arte, llevó a Rupnik a concluir sus estudios de Bellas Artes con una Tesis doctoral sobre el pintor italiano Luigi Montanarini (1906-1998), a quien conoció personalmente en Roma en 1919.
Color y materia cobran vida en las primeras pinturas de Rupnik, a partir de pinceladas espesas, de gran dinamismo y rugosa textura, de colores puros, aplicado a veces con espátula, que parecen luchar contra el propio lienzo. Pinceladas de una gran fuerza expresiva, en consonancia con el lenguaje artístico de las vanguardias, y alejadas de cualquier concepción racionalista. Estas primeras obras integraron la primera exposición monográfica de Rupnik, celebrada en Roma, en 1979, con gran éxito de público y de crítica. Paro, a diferencia de otros artistas, para quienes esto hubiera sido un espaldarazo para consolidar su carrera, el propio Rupnik confesó “he comprendido el riesgo que puede constituir la fama”, ya que nunca buscó los halagos ni su afirmación personal, sino que su pintura había nacido con vocación de servicio, como expresión del corazón del hombre y manifestación del Señor. En ese instante se da cuenta de que para él no bastan el color y la materia; estos deben ser medios y no fines en sí mismos, deben convertir la obra de arte en espejo de las preguntas últimas del hombre. Rupnik percibe cómo la fama de un artista puede eclipsar, y hasta anular, el significado de su obra.
Es entonces cuando el estudio de la teología oriental y la contemplación de los iconos, en su doble concepción artística y litúrgica, le llevan a buscar en sus pinturas al “Rostro de los rostros” y en el caos informe de pinceladas empiezan a emerger formas incipientes, simplemente sugeridas, figuras que desde su gran simplicidad evocan al Matisse más tardío y al mundo de los iconos. Este nacer de las formas, a partir del espesor de la materia, podría llevar nuestro pensamiento a la concepción que el gran Miguel Ángel tenía de su escultura,al revelar en sus poemas que la vida estaba ya latente en el interior de cada bloque de piedra y el escultor únicamente debía descubrirla y hacerla salir.
Entre las formas que emergen, lo hace inicialmente la cruz pues el propio Rupnik afirma que “es necesario pasar por la cruz para llegar a la verdadera vida”. También se hará explícito el mundo de los iconos rusos a partir de 1989, cuando en El cuerpo de la unidad, recuperando el recurso clásico del “cuadro dentro del cuadro”, se introduce La Trinidad de Andrei Rublev (1ª mitad siglo XV), obra que también servirá de inspiración a Rupnik en sus mosaicos posteriores.
Pero lo más importante es que la referencia de este icono plantea ya la intuición que Rupnik tenía de que era más correspondiente y adecuado plasmar los misterios de la fe con una mayor objetividad, sin dar paso a sentimientos, vivencias o consideraciones personales del autor.
Para ello es esencial el concurso de las fuentes literarias en la creación de la obra de arte, 
escritos que le permiten a su vez unir la tradición oriental y la occidental a lo largo de los siglos, con notable incidencia de la patrística y la teología rusa del siglo XIX. Así, en la explicación de sus obras, las referencias de Orígenes, Tertuliano, San Ireneo o San Efrén se conjugan con las citas de teólogos rusos, como el Padre Florenskij (1882-1937) o Sergei Bulgakov (1871-1945). El primer autor es fundamental para el pensamiento estético de Rupnik, porque a través de sus escritos percibe la posibilidad de fundir símbolo y realidad, intuición y conocimiento, concepto y visión mística, en definitiva, superar el subjetivismo para sublimar la realidad.

 El Centro Aletti y la “conversión” artística de Rupnik
Inmerso en esta constante búsqueda y transformación artística, hay un imprevisto que cambia su vida y su obra: en 1993 el papa Juan Pablo II le pide que dirija el taller de arte espiritual del Centro Ezio Aletti, en Roma. Se trata de una institución, dependiente del Pontificio Instituto Oriental, concebida como lugar de estudio y de investigación en los campos del arte y la teología. Juan Pablo II les pide que fomenten el trabajo conjunto de artistas e investigadores de inspiración cristiana del este y del oeste de Europa, que se conviertan en “expresión de esa teología a dos pulmones de la que se puede sacar nueva vitalidad la Iglesia del tercer milenio”. Años más tarde, cuando Juan Pablo II escribe su Carta a los artistas en 1999, cabría pensar que mirara a las obras del centro Aletti al definir el arte como “expresión de búsqueda del significado último de la existencia”.
Cuando Rupnik asume este proyecto percibe la necesidad de revitalizar el arte sacro en Europa y de proponer formas artísticas en directa relación con la liturgia, tal como se había hecho desde los orígenes de la iconografía cristiana y en el medioevo. Estos objetivos se han cumplido con creces, pues desde su primer gran encargo, la Capilla Redemptoris Mater (1997-1999), en los Palacios Vaticanos, el Centro Aletti ha decorado numerosos espacios litúrgicos por todo el mundo y Marko Iván Rupnik es desde 1999 consultor del Pontificio Consejo para la Cultura. 
Cuando Rupnik asume la dirección del taller de arte espiritual del Centro Aletti se produce lo que podríamos llamar su verdadera “conversión” estilística respecto a lo que habían sido sus pinturas iniciales. El problema para él nos es la disyuntiva entre la abstracción y lo figurativo, sino la reflexión sobre la función y finalidad de la obra y su significado. En este sentido, los encargos recibidos por el centro Aletti son en su mayoría para espacios litúrgicos y el arte debe vivificar la liturgia, no decorar únicamente los muros. Rupnik percibe que la abstracción, en cuanto a expresión individual, impide en muchas ocasiones la comunicación con el fiel y  lo que quieren proponer es un arte al servicio de la comunidad, recuperando así el valor que el arte cristiano había tenido desde su concepción. El arte litúrgico exige una mayor objetividad porque, como señala el propio autor, “es un arte en el que muchos se encuentran y se reconocen”. Por tanto, debe huir del deseo, tan patente en el arte actual, de “buscar hacer ilimitado el yo”.
Podríamos resumir la evolución artística de Rupnik con sus propias palabras: “Poco a poco he visto, cada vez más claramente, que mi arte encontraba su razón de ser en la participación en esta totalidad de la liturgia, haciéndose testigo del dolor humano y de la redención de Dios”
 Desde entonces, para sus nuevas propuestas, Rupnik vuelve su mirada al arte paleocristiano, bizantino y románico, que se convierten en fuentes de inspiración para sus composiciones, fórmulas de representación y, sobre todo significado de programas iconográficos unitarios donde cada figura y escena debe entenderse en relación al conjunto. Su mirada a la tradición no excluye la modernidad, el lenguaje artístico de las vanguardias, pues Rupnik es consciente de que se dirige al hombre del siglo XXI y debe proponerle imágenes vivas, no meras copias del pasado. Ya Kandinsky, autor de referencia para Rupnik, señalaba que “los esfuerzos por poner en práctica los principios griegos de la escultura, por ejemplo, solamente crearán formas parecidas a las griegas, pero la obra quedará inanimada para siempre”.
El primer aspecto derivado de la tradición se da en la recuperación del mosaico para los
espacios religiosos por parte del Centro Aletti, técnica que permite a Rupnik exaltar la autonomía de color y materia en la creación artística. A diferencia de las teselas o piedras milimétricas y regulares utilizadas en la antigüedad para la composición del mosaico, Rupnik en su reinterpretación contemporánea del mosaico, utiliza piedras de distintas formas, tamaños y materiales, pues no busca la imitación pictórica sino que la materia vivifique la obra para hacerla partícipe de la liturgia. En sus obras se combinan esmaltes, mármoles, cristales, oro, plata… con la rudeza de los cantos del río, todos con igual dignidad en la medida que son obra del sumo Creador.
Otro aspecto derivado de la tradición es cómo se concibe el trabajo en el centro Aletti. Rupnik advierte que en el arte actual “todo artista quiere ser original. Sólo una originalidad formal, radical, en su expresión, asegura el éxito (…) Por eso, cada uno busca su propio lenguaje. Eso en sí mismo podría ser también algo positivo porque supone una gran expresión de creatividad. Pero, al mismo tiempo, se da una total incomprensión, la ausencia de códigos para comunicación recíproca”. Esto no tendría sentido en el planteamiento del arte litúrgico.
Por ello, al igual que en los talleres anónimos que alzaron las grandes catedrales del Medioevo o de los artesanos que trazaron los primeros símbolos de la iconografía cristiana o las pinturas románicas, los mosaicos del centro Aletti no afirman la individualidad o autorreferencialidad, sino que se ofrecen como un trabajo coral, donde participan en comunión teólogos y artistas. Rupnik es únicamente la cabeza del taller donde todos sus miembros, con una sólida formación teológica, son conscientes de que trabajan para hacer presente a Cristo a través de la Belleza. Lo que cuenta es el resultado final, la obra en su conjunto, partiendo de un significado unitario que, hasta su muerte en 2010, contaba con la colaboración del cardenal Spidlik, alma de los conjuntos del centro Aletti, que inspira su concepción de la belleza: “Llamamos bello a lo que eleva la mente desde lo que aparece en los sentidos hasta la visión trascendente”. En el conjunto no se revela hasta donde llega la mano de Rupnik y donde comienza la intervención de otros colaboradores: “Entre nosotros tenemos un pacto, ninguno dice qué parte del mosaico ha trabajado, porque se trata de una obra coral”. El director del centro Aletti prosigue señalando al respecto: “El mosaico es una obra coral (…). Lo primero es tener en cuenta a los artistas. Si yo tuviera un proyecto, ellos serían esclavos, meros ejecutores, pero el modo de gobernar la Iglesia es la colegialidad y eso supone que la verdad pasa a través de una comunión…”.
Todo lo expuesto hasta ahora nos ayudará a la verdadera contemplación de los mosaicos como instrumentos para profundizar en los misterios de la fe, como se observa en las escenas que nos introducen a los tiempos litúrgicos de Cuaresma, Pasión y Pascua de Resurrección.

 Conclusiones
Como se observa en estas imágenes de la Pasión, tradición y modernidad se funden en los 
mosaicos de Rupnik para invitarnos a contemplar y vivir la muerte y resurrección de Cristo. El propio Rupnik nos invita a esta participación desde “un arte de síntesis profunda donde las tradiciones pueden reflorecer como alimentos para la creación artística contemporánea”.
Color y materia nos sitúan ante la reinterpretación de las escenas de la Pasión de Cristo desde  lo esencial, prescindiendo de detalles accesorios que desvíen nuestra atención de la muerte del  Hijo de Dios que encuentra su cumplimiento en la Pascua. Los mosaicos de Rupnik no son concebidos únicamente para decorar el espacio, sino que cada detalle está impregnado de siglos de patrística, al servicio de la liturgia, vivificando la arquitectura con programas unitarios que obedecen a la concepción de belleza del cardenal Spidlík: “llamamos bello a lo que eleva la mente desde lo que aparece ante los sentidos hasta la visión trascendente”.
Desde la renovación del arte litúrgico actual Rupnik, al frente del Centro Aletti, responde al 
deseo expresado por san Juan Pablo II en su Carta a los artistas (1999) de que el arte actual se acerque a la Iglesia y viceversa para “redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha caracterizado en cada época el arte en sus más nobles formas expresivas”. En sus mosaicos de Pasión y Resurrección Rupnik recoge la propuesta de este santo de que el arte sea instrumento para “penetrar con intuición creativa en el misterio de Dios encarnado y al mismo tiempo en el misterio del hombre”.