El pasado día 6 de febrero, el Grupo de Pastoral de nuestra Facultad trató el tema de los misioneros y mártires del Japón. Aquí mostramos el resumen:
Los misioneros y
mártires japoneses de los siglos XVI y XVII vuelven a estar de plena actualidad
a raíz del estreno de la polémica película de Scorsese, Silencio.
Coincidiendo con la conmemoración de San Pablo Miki y sus 25 compañeros
mártires el día 6 de febrero, en el grupo de pastoral hablamos y reflexionamos
sobre esta realidad, cómo fue verdaderamente desde el punto de vista histórico
y que nos puede comunicar y aportar a nosotros como cristianos del siglo XXI.
Un
comerciante-pirata portugués llegó a Japón por accidente y descubrió un
prometedor mercado. Al regresar de uno de sus viajes se llevó consigo a un
prófugo, Angiro, que será el primer converso japonés como Pablo de Santa Fe. El
misionero jesuita San Francisco Javier, cautivado por cuanto este contaba sobre
su país de origen, decidió acudir allí él mismo en 1549. La evangelización se
desarrolló con altibajos: éxito arrollador en algunos lugares, desprecio en
otros, y siempre con la oposición de los monjes budistas, a quienes el santo
criticaba por sus prácticas de pederastia y sodomía. Pero los jesuitas supieron
adoptar claves que potenciaron las conversiones: se presentaban ante los daimios (señores feudales) como hombres poderosos y
cargados de adelantos tecnológicos, de modo que estos quedaban asombrados y les
protegían, y respecto a la evangelización en sí, se adaptaron a la sociedad
japonesa, sin tratar de europeizarla: aprendieron el idioma y acogieron todas
las tradiciones compatibles con el cristianismo.
En los años
posteriores a la muerte de San Francisco Javier, las misiones jesuitas
siguieron multiplicandos sus frutos en el Japón. Un ejemplo muy significativo
de la asimilación es el de la ceremonia del té. Esta se celebraba en
el chashitsu, al que se accedía por una
puerta muy pequeña, que obligaba a agacharse y a que los guerreros tuvieran que
despojarse de sus armas para pasar. Esto recordaba a los padres que ya Jesús
había hablado de la “puerta estrecha” del Reino de los Cielos. La aculturación también influyó en la
liturgia; por ejemplo, no se ponían de pie para escuchar el Evangelio, pues se
veía como un gesto de mala educación. Decía el padre Organtino en 1577 que
Japón sería completamente cristiano en 10 años. Además los neófitos mostraban
una gran devoción, recorrían largas distancias para acudir a la iglesia y eran
propensos a realizar grandes penitencias y obras de caridad. Se formaron grupos
vecinales de laicos dedicados a profundizar en el estudio de la doctrina
cristiana. Para 1579 el número de cristianos en Japón se calcula en 150000, con
unos 50 padres jesuitas.
A partir de la
década de 1580 entraron en Japón misioneros de órdenes mendicantes,
especialmente franciscanos. Lo que podría parecer una gran noticia, puesto que
se necesitaban más sacerdotes para atender a las crecientes comunidades
cristianas, muchas veces resultó contraproducente. Los recién llegados no
entendían algunas prácticas de los jesuitas, en especial respecto a la
aculturación. Estos por su parte estaban preocupados, sobre todo porque temían
que la diferencia de métodos de evangelización provocase que los japoneses los
percibiesen como distintas sectas cristianas, lo que mermaría su credibilidad.
Otra complicación vino cuando a partir de 1587 el shogun
Toyotomi Hideyoshi empezó a perseguir el cristianismo, probablemente
sospechando que los misioneros fuesen un caballo de Troya para la entrada de
conquistadores. En 1597, 26 cristianos murieron mártires en Nagasaki. Con todo,
las conversiones continuaron y para 1600 había unos 300000 cristianos en Japón.
Pero la represión fue de mal en peor con la dinastía de shogunes
Tokugawa. Los comerciantes holandeses y los daimios
paganos divulgaban falsos rumores para potenciar el miedo a un intento de
conquista hispanoportugués con ayuda de los daimios
cristianos. Primero se prohibió la predicación, después las nuevas
conversiones, y por último el cristianismo como tal: ningún japonés podía ser
cristiano. Pero estos aguantaban heroicamente la tortura y el martirio: entre
1613 y 1624 murieron mártires 528 cristianos, entre los cuales se cuentan 33
religiosos europeos y otros 17 japoneses. Así pues, se decidió que la única
solución era expulsar a los misioneros, aunque estos intentaron por todos los
medios quedarse en secreto. Increíblemente, para 1625 el número de cristianos
se había vuelto a duplicar: eran unos 600000. En 1638, tras una rebelión feudal
en la que se entremezclaron motivos económicos y religiosos, el shogun decretó el cierre definitivo a Occidente: ni
los europeos podrían entrar, ni los japoneses salir. A nivel interno, cada
familia fue adscrita a un templo budista y el padre debía repetir anualmente un
juramento de que no había cristianos en su casa.
Las comunidades
cristianas no desaparecieron del todo en Japón a pesar de la gran persecución a
la que se vieron sometidas. Las cofradías de laicos se encargaron de mantener
viva la llama de la fe en su área, de custodiar las reliquias de los que morían
mártires, y de reevangelizar aquellas zonas donde las comunidades se estaban
disolviendo y los cristianos apostataban. Conocemos a estos cristianos que
perseveraron en su fe de forma oculta durante dos siglos como kakure-kirishitan. La ruptura del aislamiento
internacional de Japón se produjo a partir de la llegada del estadounidense
Matthew Perry en 1853. En 1865, el vicario francés Petitjean entró en contacto
con un grupo de kakure-kirishitan, que le
informaron de que, aunque durante mucho tiempo habían estado sin sacerdotes y
por tanto privados de los sacramentos (excepto el Bautismo), eran católicos,
reconocían al Papa y veneraban a la Virgen. En todo el país serían unos 30000.
Desde 1875 se decretó la libertad religiosa, y actualmente hay casi 2 millones
de cristianos en Japón. La fe, valentía y perseverancia de los mártires y los kakure-kirishitan de Japón constituyen un
testimonio edificador, que se une a los que vemos hoy en día en bastantes
países islámicos, y que deben empujarnos a renovar nuestra propia vida
espiritual y comunicarla sin temor en los diferentes ambientes en que nos
movemos.