Cuando llega Semana Santa se
multiplican las representaciones de la Pasión de Cristo, si bien muchas veces
pasan desapercibidos sus significados más profundos, las fuentes literarias que
las inspiran, su unidad con la liturgia o las tradiciones de las que se hacen
eco. Desde el siglo IV, y hasta la actualidad, con mayor o menor detallismo,
los episodios de la Pasión se revelan en pinturas, relieves, marfiles,
miniaturas y mosaicos para mostrar la muerte y resurrección de Cristo. En la
revitalización del arte sacro actual, Marko Iván Rupnik, representa las escenas
de la Pasión de Cristo como cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento y como parte esencial de la historia de la salvación que culmina en
la Pascua.
Antes de introducirnos
en las representaciones concretas de la Pasión es preciso conocer quién es
Marko Iván Rupnik, pues sólo desde la unidad entre su vida y sus
manifestaciones artísticas podemos llegar a comprender plenamente el
significado último de sus mosaicos y convertirlos en instrumentos para una
mejor contemplación de Cristo en sus padecimientos. De hecho, la unidad entre
el arte y la humanidad de este artista florece incluso en aspectos técnicos,
como su gusto por los materiales, que él explica desde las vivencias de su
niñez, cuando acompañaba a su padre a trabajar en el campo. Es el propio
autor quien explica el contenido de las obras trabajadas en su taller, por lo
que Rupnik es fuente principal interpretar estas escenas de la Pasión.
¿Quién es Marko Iván Rupnik?
En su presentación nos
vamos a ceñir principalmente a lo que atañe a su labor artística, dejando a un
margen sus grandes aportaciones como teológo y su docencia universitaria en la
Pontificia Gregoriana de Roma. Marko Iván Rupnik es un sacerdote jesuita,
de origen esloveno (Zadlog, Eslovenia, 1954), que comenzó su andadura
artística en el noviciado de la Compañía de Jesús (ingresa en 1973),
donde pidió permiso a sus superiores para comprar una caja de pinturas con
la que poder expresar la intensidad de su vida interior. Esta necesidad de
plasmar y compartir sus inquietudes se concretó en sus primeras pinturas,
realizadas a la par que progresaba en sus estudios de filosofía, teología e
historia arte, realidades inseparables en la persona de Rupnik, como se
muestra en su Tesis de licenciatura, presentada en la Pontificia Gregoriana de
Roma, con el título Vassili Kandinsky como acercamiento a una
lectura del significado teológico del arte moderno a la luz de la teología rusa.
De Kandinsky, más allá de su libertad formal, le atrae su invitación a captar
lo espiritual en las cosas materiales y abstractas, idea recogida en el
escrito Lo espiritual en el arte.
La formación de Rupnik en la
Academia de Bellas Artes de Roma despertó su admiración por aquellos maestros
que, desde el lenguaje de la modernidad, expresaban las inquietudes y preguntas
últimas del hombre. Especialmente la autonomía del color de Van Gogh, la
explosión colorista de Matisse y la libertad formal de Kandinsky se convirtieron
en referencias para la configuración de su propio lenguaje personal, un
lenguaje personal basado en la exaltación de color y materia. El hecho de que
desde sus inicios el propio Rupnik se definiera como artista del color, le
acercó a la obra de Henry Matisse, máximo representante del fauvismo, quien en
su reflexión sobre la capacidad expresiva de la pintura afirmó que “el
objetivo de la pintura no es representar un acontecimiento de la historia;
éstos están en los libros. Tenemos una noción más elevada de la pintura.
Sirve para que el artista exprese sus visiones interiores.”. Además,
su búsqueda del significado de la vida a través del arte, llevó a Rupnik a
concluir sus estudios de Bellas Artes con una Tesis doctoral sobre el pintor
italiano Luigi Montanarini (1906-1998), a quien conoció personalmente en Roma
en 1919.
Color y materia cobran vida en
las primeras pinturas de Rupnik, a partir de pinceladas espesas, de gran
dinamismo y rugosa textura, de colores puros, aplicado a veces con espátula,
que parecen luchar contra el propio lienzo. Pinceladas de una gran fuerza
expresiva, en consonancia con el lenguaje artístico de las vanguardias, y
alejadas de cualquier concepción racionalista. Estas primeras obras integraron
la primera exposición monográfica de Rupnik, celebrada en Roma, en 1979, con
gran éxito de público y de crítica. Paro, a diferencia de otros artistas,
para quienes esto hubiera sido un espaldarazo para consolidar su carrera,
el propio Rupnik confesó “he comprendido el riesgo que puede
constituir la fama”, ya que nunca buscó los halagos ni su afirmación
personal, sino que su pintura había nacido con vocación de servicio, como
expresión del corazón del hombre y manifestación del Señor. En ese instante se
da cuenta de que para él no bastan el color y la materia; estos deben ser
medios y no fines en sí mismos, deben convertir la obra de arte en espejo de las
preguntas últimas del hombre. Rupnik percibe cómo la fama de un artista puede
eclipsar, y hasta anular, el significado de su obra.
Es entonces cuando el estudio
de la teología oriental y la contemplación de los iconos, en su doble concepción
artística y litúrgica, le llevan a buscar en sus pinturas al “Rostro de
los rostros” y en el caos informe
de pinceladas empiezan a emerger formas incipientes, simplemente sugeridas,
figuras que desde su gran simplicidad evocan al Matisse más tardío y al mundo de los iconos. Este
nacer de las formas, a partir del espesor de la materia, podría llevar nuestro pensamiento a
la concepción que el gran Miguel Ángel tenía de su escultura,al revelar en sus poemas
que la vida estaba ya latente en el interior de cada bloque de piedra y el
escultor únicamente debía descubrirla y hacerla salir.
Entre las formas que emergen,
lo hace inicialmente la cruz pues el propio Rupnik afirma que “es necesario pasar por la
cruz para llegar a la verdadera vida”. También se hará explícito el mundo de los iconos rusos a
partir de 1989, cuando en El cuerpo de la unidad, recuperando el
recurso clásico del “cuadro dentro del cuadro”, se introduce La
Trinidad de Andrei Rublev (1ª mitad siglo XV), obra que también
servirá de inspiración a Rupnik en sus mosaicos posteriores.
Pero lo más importante es
que la referencia de este icono plantea ya la intuición que Rupnik tenía de que
era más correspondiente y adecuado plasmar los misterios de la fe con una mayor
objetividad, sin dar paso a sentimientos, vivencias o consideraciones
personales del autor.
Para ello es esencial el
concurso de las fuentes literarias en la creación de la obra de arte,
escritos que le permiten a su
vez unir la tradición oriental y la occidental a lo largo de los siglos, con
notable incidencia de la patrística y la teología rusa del siglo XIX. Así, en
la explicación de sus obras, las referencias de Orígenes, Tertuliano, San
Ireneo o San Efrén se conjugan con las citas de teólogos rusos, como el
Padre Florenskij (1882-1937) o Sergei Bulgakov (1871-1945). El primer
autor es fundamental para el pensamiento estético de Rupnik, porque a través de
sus escritos percibe la
posibilidad de fundir símbolo y realidad, intuición y conocimiento, concepto y visión
mística, en definitiva, superar el subjetivismo para sublimar la realidad.
Inmerso en esta constante
búsqueda y transformación artística, hay un imprevisto que cambia su vida y su
obra: en 1993 el papa Juan Pablo II le pide que dirija el taller de arte
espiritual del Centro Ezio Aletti, en Roma. Se trata de una institución,
dependiente del Pontificio Instituto Oriental, concebida como lugar de estudio
y de investigación en los campos del arte y la teología. Juan Pablo II les pide
que fomenten el trabajo conjunto de artistas e investigadores de inspiración
cristiana del este y del oeste de Europa, que se conviertan en “expresión de esa teología a
dos pulmones de la que se puede sacar nueva vitalidad la Iglesia del
tercer milenio”. Años más tarde, cuando Juan Pablo II escribe su Carta a los artistas en
1999, cabría pensar que mirara a las obras del centro Aletti al definir el
arte como “expresión de
búsqueda del significado último de la existencia”.
Cuando Rupnik asume este
proyecto percibe la necesidad de revitalizar el arte sacro en Europa y de
proponer formas artísticas en directa relación con la liturgia, tal como se
había hecho desde los orígenes de la iconografía cristiana y en el medioevo.
Estos objetivos se han cumplido con creces, pues
desde su primer gran encargo, la Capilla Redemptoris Mater (1997-1999), en los
Palacios Vaticanos, el Centro Aletti ha decorado numerosos espacios litúrgicos por
todo el mundo y Marko Iván Rupnik es desde 1999 consultor del Pontificio
Consejo para la Cultura.
Cuando Rupnik asume la
dirección del taller de arte espiritual del Centro Aletti se produce lo que podríamos llamar su
verdadera “conversión” estilística respecto a lo que habían sido sus pinturas iniciales. El
problema para él nos es la disyuntiva entre la abstracción y lo
figurativo, sino la reflexión sobre la
función y finalidad de la obra y su significado. En este sentido, los encargos
recibidos por el centro Aletti son en su mayoría para espacios litúrgicos y el
arte debe vivificar la liturgia, no decorar únicamente los muros. Rupnik
percibe que la abstracción, en cuanto a expresión
individual, impide en muchas ocasiones la comunicación con el fiel y lo que quieren proponer es un
arte al servicio de la comunidad, recuperando así el valor que el arte
cristiano había tenido desde su concepción. El arte litúrgico exige una mayor
objetividad porque, como señala el propio autor, “es un arte en el que muchos
se encuentran y se reconocen”. Por tanto, debe huir del deseo, tan patente
en el arte actual, de “buscar
hacer ilimitado el yo”.
Podríamos resumir la evolución
artística de Rupnik con sus propias palabras: “Poco a poco he visto,
cada vez más claramente, que mi arte encontraba su razón de ser en la
participación en esta totalidad de la liturgia, haciéndose testigo del dolor
humano y de la redención de Dios”.
Desde entonces, para sus
nuevas propuestas, Rupnik vuelve su mirada al arte paleocristiano, bizantino y
románico, que se convierten en fuentes de inspiración para sus composiciones,
fórmulas de representación y, sobre todo significado de programas iconográficos
unitarios donde cada figura y escena debe entenderse en relación al conjunto.
Su mirada a la tradición no excluye la modernidad, el lenguaje artístico de las
vanguardias, pues Rupnik es consciente de que se dirige al hombre del siglo XXI
y debe proponerle imágenes vivas, no meras copias del pasado. Ya Kandinsky,
autor de referencia para Rupnik, señalaba que “los esfuerzos por poner
en práctica los principios griegos de la escultura, por ejemplo,
solamente crearán formas parecidas a las griegas, pero la obra quedará
inanimada para siempre”.
El primer aspecto derivado de
la tradición se da en la recuperación del mosaico para los
espacios religiosos por parte
del Centro Aletti, técnica que permite a Rupnik exaltar la autonomía de color y
materia en la creación artística. A diferencia de las teselas o piedras
milimétricas y regulares utilizadas en la antigüedad para la composición del
mosaico, Rupnik en su reinterpretación contemporánea del mosaico, utiliza
piedras de distintas formas, tamaños y materiales, pues no busca la imitación
pictórica sino que la materia vivifique la obra para hacerla partícipe de la
liturgia. En sus obras se combinan esmaltes, mármoles, cristales, oro, plata…
con la rudeza de los cantos del río, todos con igual dignidad en la medida que
son obra del sumo Creador.
Otro aspecto derivado de la
tradición es cómo se concibe el trabajo en el centro Aletti. Rupnik advierte
que en el arte actual “todo artista quiere ser original. Sólo una
originalidad formal, radical, en su expresión, asegura el éxito (…) Por
eso, cada uno busca su propio lenguaje. Eso en sí mismo podría ser también
algo positivo porque supone una gran expresión de creatividad. Pero, al
mismo tiempo, se da una total incomprensión, la ausencia de códigos para
comunicación recíproca”. Esto no tendría sentido en el planteamiento del
arte litúrgico.
Por ello, al igual que en los
talleres anónimos que alzaron las grandes catedrales del Medioevo o de los
artesanos que trazaron los primeros símbolos de la iconografía cristiana o las
pinturas románicas, los mosaicos del centro Aletti no afirman la individualidad
o autorreferencialidad, sino que se ofrecen como un trabajo coral, donde
participan en comunión teólogos y artistas. Rupnik es únicamente la cabeza del
taller donde todos sus miembros, con una sólida formación teológica, son
conscientes de que trabajan para hacer presente a Cristo a través de la
Belleza. Lo que cuenta es el resultado final, la obra en su conjunto, partiendo
de un significado unitario que, hasta su muerte en 2010, contaba con la
colaboración del cardenal Spidlik, alma de los conjuntos del centro Aletti, que
inspira su concepción de la belleza: “Llamamos bello a lo que eleva la
mente desde lo que aparece en los sentidos hasta la visión trascendente”.
En el conjunto no se revela hasta donde llega la mano de Rupnik y donde
comienza la intervención de otros colaboradores: “Entre nosotros
tenemos un pacto, ninguno dice qué parte del mosaico ha trabajado, porque se
trata de una obra coral”. El director del centro Aletti prosigue señalando
al respecto: “El mosaico es una obra coral (…). Lo primero es tener en
cuenta a los artistas. Si yo tuviera un proyecto, ellos serían esclavos, meros
ejecutores, pero el modo de gobernar la Iglesia es la colegialidad y eso
supone que la verdad pasa a través de una comunión…”.
Todo lo expuesto hasta ahora
nos ayudará a la verdadera contemplación de los mosaicos como instrumentos para
profundizar en los misterios de la fe, como se observa en las escenas que nos introducen
a los tiempos litúrgicos de Cuaresma, Pasión y Pascua de Resurrección.
Como se observa en estas
imágenes de la Pasión, tradición y modernidad se funden en los
mosaicos de Rupnik para
invitarnos a contemplar y vivir la muerte y resurrección de Cristo. El propio
Rupnik nos invita a esta participación desde “un arte de síntesis
profunda donde las tradiciones pueden reflorecer como alimentos para la
creación artística contemporánea”.
Color y materia nos sitúan
ante la reinterpretación de las escenas de la Pasión de Cristo desde lo
esencial, prescindiendo de detalles accesorios que desvíen nuestra atención de
la muerte del Hijo de Dios que encuentra su cumplimiento en la Pascua.
Los mosaicos de Rupnik no son concebidos únicamente para decorar el espacio,
sino que cada detalle está impregnado de siglos de patrística, al servicio de
la liturgia, vivificando la arquitectura con programas unitarios que obedecen a
la concepción de belleza del cardenal Spidlík: “llamamos bello a lo que
eleva la mente desde lo que aparece ante los sentidos hasta la visión
trascendente”.
Desde la renovación del arte
litúrgico actual Rupnik, al frente del Centro Aletti, responde al
deseo expresado por san Juan
Pablo II en su Carta a los artistas (1999) de que el arte actual se acerque a
la Iglesia y viceversa para “redescubrir la profundidad de la dimensión
espiritual y religiosa que ha caracterizado en cada época el arte en sus más
nobles formas expresivas”. En sus mosaicos de Pasión y Resurrección Rupnik
recoge la propuesta de este santo de que el arte sea instrumento para “penetrar
con intuición creativa en el misterio de Dios encarnado y al mismo tiempo en el
misterio del hombre”.
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